viernes, 1 de febrero de 2008

El chico de la motocicleta


La ley de la calle es considerada por muchos como una peli maldita, para algunos una joya y para otros detestable. Pero nunca deja indiferente. Personalmente, me parece el mejor trabajo de Francis Ford Coppola.
Por su blanco y negro radical como el rock, arrastrado y melancólico como el blues. Por la figura del chico de la moto que, como todos los mitos, es reverenciado en la distancia pero incómodo e incomprensible cuando regresa a su barrio. Como dice de él el negro con quien juega al billar, es como un príncipe en el exilio de un reino que no es de este mundo.
Porque aquí, cuando aún no era conocido ni todavía se le había olvidado, Mickey Rourke hechiza como jamás volvió a hacerlo. Y la vida, para su personaje, es “un televisor en blanco y negro con el volumen bajito”. Y el único color son los peces en el acuario de la pajarería, luchando siempre contra su reflejo en las paredes de cristal de su acuario (así es el título original: Rumble fish, lucha de peces).
Por el aire legendario de un simple barrio cutre, encarnando el verso de Jim Morrison en la canción de los Doors: “las calles son campos inmortales”. Una desolada atmósfera en la que todos buscan el sentido de algo, al menos de alguna cosa, sin atreverse a buscárselo directamente a la vida. Ese baile de una chica yonky, dejando salir tímidamente una sensualidad rota… Ese vagar sin rumbo por las calles oscurecidas por sus propios pasos… Una interrogación prolongada a lo largo de toda la historia, que no espera respuesta aunque necesita seguir buscándola.
Por un magistral Dennis Hooper, como siempre, dando vida a un personaje secundario intenso, frágil, entrañable, cobarde, abandonado, padre borracho peculiar que menciona a sus hijos los dioses griegos.

También aparecen unos desconocidos Nicolas Cage y Matt Dillon. El primero en un pequeño papel de traidor a ras del suelo, gris y deslucido. Lo hace genial. El segundo de protagonista, un adolescente de tristeza y confusión conmovedoras. Y el inefable Tom Waits, ese músico inclasificable, en un papelito de un par de minutos de camarero.
Por sus sombras tan, tan negras. Sus calles sin salida y su pegajosa condena de gigantesco acuario. Porque Coppola da una vuelta de tuerca y nos muestra qué rara y marciana es, en realidad, la vida cotidiana en las calles. Por su final en el mar. Por diálogos como este: “¿y viste el mar?”, “no sé, California me lo tapó”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

buen blog juan, animo y sigue adelante.

saludos oliver