viernes, 16 de mayo de 2008

Seguro que entrando en el apartamento de esa mujer se aprende mucho. Me refiero a entrar a hurtadillas, esconderse y observar

La cámara recorre la localidad estadounidense de Lumberton, un pueblo encantador con vallas blancas, jardines de tulipanes y gentes afables. Jeffrey Beaumont (Kyle McLahlan) se dirige al hospital para visitar a su padre, que sufrió un ataque al corazón mientras regaba el césped. Al atravesar un campo, de vuelta a casa, se diete para lanzar unas piedras a unas botellas. No tarda en pararse en seco: a sus pies, oculta en parte por la hierba, se halla una oreja humana de aspecto lechoso y en estado de putrefacción, cubierta de hormigas. La oreja es un objeto totalmente ajeno a este idílico pueblo americano y se convierte en un elemento fascinante y cautivador. Lo que Jeffrey no se imagina es que será para él el billete de entrada en otro mundo. De momento, se limita a llevar la oreja a la policía.

Sandy ( Laura Dern), la rubia hija del policía que investiga el caso, será la cómplice y compañera de Jeffrey, en un principio vacilante, pero cada vez más curiosa. Sandy le da a Jeffrey una pista del caso, que lo lleva a la cantante de un club nocturno. Dorothy Vallens (Isabella Rossellini). Jeffrey decide colarse en su apartamento. La idea de entrar a la fuerza en la vida privada de esta mujer le excita más de lo que está dispuesto a admitir ante sí mismo, por no hablar de confesarselo a Sandy.

Terciopelo azul es una película sobre la mirada, en la que la cámara desempeña el papel de ojo. En el apartamento de Dorothy Vallens, Jeffrey observa más de lo que hubiera querido. Cuando Dorothy regresa inesperadamente, abre de golpe la puerta del armario y le ordena que se vaya, el terror infinito de su mirada lo desenmascara: es un mirón al que acaban de coger in fraganti. En cuanto Dorothy lo amenaza e incluso lo llama por su nombre, el objeto se transforma de súbito en sujeto y el sujeto, en objeto.

El voyeur siente excitación, placer y poder. David Lynch juega con estos sentimientos y convierte al espectador en cómplice, pero después le da la vuelta a la tortilla. En la película de Lynch, el voyeur es rebajado y finalmente se convierte en testigo impotente de un acto de brutalidad. La escena en la que Dorothy es violada brutalmente por el pervertido Frank Booth (Dennis Hopper) resulta exactamente igual de espeluznante y perturbadora que la escena del asesinato en la ducha del clásico de Hithcock Psicosis (1960).

Al día siguiente, Jeffrey se siente como si la experiencia que ha vivido en el apartamento de Dorothy hubiera sido una pesadilla. En efecto, exactamente igual que en su sueño, ha sido observador y partícipe a la vez, y Frank no ha sido sino la encarnación del lado oscuro de su alma.

A pesar de que en el momento de su estreno Terciopelo azul se recibió con una gran controversia, es indiscutible que se trata de una de las mejores películas estadounidenses de la década de 1980. La película consolidó a David Lynch como un visionario del cine moderno y acabó con la limitada visión de Isabella Rossellini como la hija de conducta intachable de la gran Ingrid Bergman.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Es mi mujer, padrino. ¡No puedo matarla!

El honor de los Prizzi, es una película sobre la mafia distinta de tosas las demás. Se abre al estilo del Padrino (1972), con una larga secuencia de una boda en la que se presentan al público los diversos “miembros de la familia”. Pero, mientras que el patriarca de Coppola, Don Corleone, y sus secuaces han conservado un sentido del honor, el estilo y la clase, y ( pese a sus actividades ilegales) una perversa calidez humana, los Prizzi dan la sensación de ser los primos sórdidos y avariciosos de los Corleone.

En la boda inicial, Charley Partanna (Jack Nicholson), el asesino más importante de la poderosa familia Prizzi de Nueva Cork, se enamora locamente de la atractiva Irene Walter (Katheleen Turner), que al parecer trabaja de asesora fiscal en California. Tienen una relación personal espléndida, pero los obstáculos profesionales no tardan en interponerse en su camino. Al volar constantemente de costa a costa para estar con su amada, Charley descubre que ella también es una asesina a sueldo y que sus servicios aún tienen más demanda que los suyos. De hecho, un día le ofrecen 15.000 dólares por liquidar a Charley. La pareja es apenas incapaz de resolver el asunto cordialmente. Surgen más dificultades cuando Irene, que ya es la señora de Partanna, intenta traicionar a los Prizzi y cumple un contrato para eliminar a una testigo problemática, que casualmente resulta ser la mujer de un distinguido agente de la ley, con lo que se le echa encima todo el cuerpo de policía de Nueva Cork. Charley se encuentra entre la espada y la pared cuando Don Corrado le ofrece la posibilidad (sólo técnica) de elegir entre su esposa y “la familia”.

El maestro John Huston, que pasó a la historia del cine en 1941 con su adaptación de la novela de Dashiel Hammett El halcón Maltés, aún tuvo otro gran éxito a los 79 años con esta película; una obra que remite a la edad de oro de Hollywood y en la que su director consiguió que los miembros de su equipo dieran lo mejor de sí.

Huston logró que la película fuera “un asunto de familia” en más de un sentido. Su hija, Angelica, maravillosa en el papel de la manipuladora hija del jefe de la Mafia, mantuvo una larga relación de pareja con Jack Nicholson en la época. William Hichey, el padrino, un anciano consumido y con arrugas pronunciadas, cuyo rostro recuerda a la áspera piel de un reptil, no sólo era actor, sino también amigo íntimo de Huston. En este sentido, el mensaje subyacente de la cinta, que la avaricia y la desconfianza son armas letales contra una comunidad, podría muy bien interpretarse como parte del legado personal de este coloso de Hollywood. John Huston murió dos años después, en 1987, justo después de firmar su cuadragésimo film, Dublineses.

lunes, 12 de mayo de 2008

¿Has tenido alguan vez sexo sin dolor?

¿Así empieza un thriller psicológico? ¿Una rubia masturbándose a cámara lenta en la ducha con música de violines? Ya en la primera toma de Dressed to Kill (Vestida para matar), Brian de Palma practica un juego ambiguo con el espectador que, por un momento, puede creer que se ha colado por error en un cine porno. Pero que las duchas son lugares peligrosos es algo que los amantes del cine saben desde Hichtcock, y Kate Millar (Angie Dickinson) verá como el Coco la arranca con rudeza de sus sueños. Aunque solo para despertar de inmediato en la siguiente pesadilla, es decir, en una vida determinada por el aburrimiento y la apatía conyugal. Esta situación llevará a Kate a encomendarse a su psiquiatra, el doctor Elliot (Michael Caine).

Las escenas siguientes se suceden casi sin palabras: Kate se topa con un desconocido en el museo y se lanza en el acto a una aventura fatal. Primero debe constatar horrorizada que seguramente le han contagiado una enfermedad venérea. Pero su propio destino es mucho más terrible: Cuando pretende regresar al apartamento del amante desconocido a por un anillo olvidado, es brutalmente asesinada con una navaja de afeitar en un montacargas.

El único testigo del crimen es la prostituta Liz Blake (Nancy Allen), que caerá en el punto de mira del detective Marino (Dennis Franz), el encargado de efectuar las pesquisas. Liz emprende junto a Peter Miller la búsqueda de la asesina, que a ojos vista es una paciente del doctor Elliot.

Transformando un argumento muy simple, de cuyo desenlace inminente siempre se aparta con artísticas maniobras de engaño en un producto de suma de tensión, Brian de Palma demostró una vez más ser un maestro del suspense. Los préstamos que toma de las obras de su gran maestro, y que ya se percibían en sus películas anteriores, fueron tan evidentes en este filme que la crítica lo tachó de imitador de Hitchcock.

Dejando a un lado temas como la transexualidad y el travestismo, referencias claras a Psicosis (1960), tres son sobre todo las cualidades con las que De Palma manifiesta sus raíces y, al mismo tiempo su autonomía artística.

Por un lado, se encuentra la tendencia a la estilización y a la narración visual. Utilizando medios estilísticos tan manieristas como la pantalla partida, el discípulo supera sin embargo claramente a su maestro y tampoco se acobarda ante lo trivial por conseguir un efecto.

Además igual que Hitchcock, De Palma erige cierto distanciamiento irónico como contrapunto a los horribles sucesos, aunque con una tendencia claramente más marcada hacia la sátira.
Finalmente, en el oscuro mundo de los impulsos reprimidos de Hitchcock, De palma introduce un erotismo, que en el caso de esta peli, consiguió levantar cierta indignación en el acto, pues el movimientos feministas vieron en Dressed to Hill, una obra maestra de la misoginia.

domingo, 11 de mayo de 2008

Dilo en voz alta, soy negro y estoy orgulloso

Muhammad Ali fue un rapero. Su discurso es poético, melódico, rico en imágenes y rimas. Insultaba a sus oponentes , los humillaba y predecía su derrota en el ring. Su carisma atraía al público, que salía inspirado. Eso bastaría a cualquier cantante de rap.

El realizador de documentales Leon Gast muestra a Ali como un rapero, deja el diálogo de su parte y añade un ritmo de batería a sus palabras al principio de la película. Además, retrata el deporte y la música de artistas como James Brown y B.B. King como parte del movimiento de concienciación racial. Gast documenta el legendario combate entre Ali y el entonces campeón del mundo George Foreman en Kinshasa, Zaire, actual Congo.

El Ali de Gast es una figura fascinante, a quien el director da mucha libertad para jugar con la cámara. Lo primero que salta a la vista en When we were kings, es la tremenda musicalidad de Ali. Su discurso, sus gestos y su forma de luchar están llenos de ritmo, y Ali repite para sí mismo que va a bailar, bailar, bailar, para que Foreman ni siquiera pueda verlo en el ring. Era pura fanfarronería, como muestran las imágenes del combate. En entrevistas con el escritor Norman Mailer y George Plimton, que también estuvieron allí , la situación antes y durante el enfrentamiento es analizada una y otra vez, y el miedo patente de Ali al gigante Foreman se compara con su estrategia de lucha.

Gast otorga un ritmo perfecto a sus imágenes, construyendo una película tan musical como su protagonista. Testigos, entrevistas de la época, material de archivo y escenas musicales se combinan en un todo armónico, y el resultado es el retrato apasionante de un genuino ídolo.

La cinta tardó décadas en adquirir la forma final. Gast había realizado ya muchos musicales (como The Dead, 1977, sobre The Grateful Dead ) y en principio sólo debía grabar el festival de música. Cuando se canceló el combate, decidió quedarse en Zaire y filmar. Gastó 100.000 metros de película y tardó casi quince años en reunir el dinero necesario para poder revelarlos.

El montaje llevó otro par de años. Su amigo y realizador Taylor Hackford grabó las entrevistas adicionales con Mayler, Plimton y el director de cine afroamericano Spike Lee, para completar el material de Gast. Unos veintidós años después de empezar el rodaje, When we were kings, fue proyectada por primera vez en el festival de cine de Sundance.

¿Existe un poder vengador en la naturaleza?

Hay películas que exigen una confianza plena y una voluntad de abandono por parte del público. No resultan fáciles para el espectador acostumbrado a los criterios de la típica producción de Hollywood, pero la recompensa es, en consecuencia, mucho mayor. La delgada línea roja es una de ellas. La perspectiva cambia constantemente y uno nunca tiene claro quiénes son en el fondo los personajes principales, si estrellas como Nick Nolte y Sean Penn o desconocidos, hasta ese momento, como Jim Caviezel o Ben Chaplin. El filme no se centra tanto en la lucha real como en las vivencias personales de los reclutas. Numerosas voces narrativas nos distraen de la acción con reflexiones filosóficas que apartan nuestra mente de la trama. El resultado es un rechazo patente a ajustarse a las normas convencionales del drama, pero lo que la peli pierde a nivel formal lo gana en libertad para plasmar distintos aspectos de la guerra.

El grueso del filme muestra cómo unos soldados americanos intentan conquistar una colina ocupada por los japoneses. Los soldados se pierden en medio de la hierba ondulante de la colina: encorvados, la avanzada se desplaza con sigilo entre la alta vegetación. Los otros soldados permanecen alerta, inquietos, tensos. Los soldados caídos desaparecen en la colina como piedras lanzadas a un estanque; el cerro aparece tan silencioso y aparentemente intacto como antes. Cuando cesa por un instante el fragor de las armas, sólo se oye el suave susurro del viento soplando entre las briznas de de hierba. Luego se desencadena un ruido infernal en una vorágine de cohetes, ametralladoras, granadas, disparos, explosiones y gritos.

Mallick contrasta a la perfección la majestuosidad de la naturaleza con la corrupción de la guerra y su cultura de la destrucción. Dichas digresiones visuales no son meras imágenes irrelevantes que o pintorescas que se concede el director, sino que sirven para agudizar nuestra mirada ante el contraste entre naturaleza y cultura y, por tanto, también ante la guerra.

A diferencia de Salvar al soldado Ryan (1998) de Spielberg, rodada por las mismas fechas, nunca se explica la razón o el fín por el que luchan los soldados. Los actores discurren por la película sin propósito ni motivación aparente. Se repliegan en segundo plano durante media hora o desaparecen de escena por completo.

Terrence Mallick confirmó una vez más su puesto como director personalísimo en Hollywood con La delgada línea roja. Mediante la combinación de de imágenes de guerra caóticas con estampas sublimes del mundo natural, Mallick muestra la ambivalencia de la condición humana. El filme reivindica el derecho a plantear preguntas que van dmás allá de la realidad visible. ¿Quiénes somos? ¿Podemos protagonizar esta locura absoluta al tiempo que seguimos siendo capaces de apreciar y experimentar las maravillas de la naturaleza?