domingo, 11 de mayo de 2008

Realidad virtual

No sé por qué nos irrita tanto descubrir que nos mienten o que nos engañan. Prácticamente todo lo que nos rodea es falso. Nos despertamos escuchando medias verdades y nos dormimos oyendo mentiras piadosas. Pongamos la televisión y qué encontraremos: escritores paladines de la intertextualidad, cantantes virtuosos del playback, laureados deportistas dopados hasta las cejas… ¿Será verdad tanta mentira?

Platón sostenía que lo real tenía que ser fijo, permanente e inmutable; por eso mismo creo que los modernos medios de comunicación -tan escasamente platónicos- hace mucho que decidieron probar fortuna en el terreno de la alucinación. Desde que en un programa de radio un joven Orson Wells hiciera creer a miles de estadounidenses que estaban siendo invadidos por los marcianos, hasta que Pedro J. Ramírez diera a conocer la inefable conspiración del ácido bórico, la virtualidad ha ido ganando terreno a la verdad y ha llegado a convertirse en lo que es: el signo de los tiempos.

Internet lo único que hace en este aspecto es ayudar a borrar un poco más si cabe esa delgada línea que separa lo real de lo ficticio. En la Red uno puede darse de bruces con todo tipo de barbaridades maquilladas con ciertos visos de verosimilitud, porque una mentira desnuda no produce el mismo efecto que una con un buen atrezzo. Pruebas irrefutables de que Elvis está vivo, que el hombre nunca pisó la Luna o que el Holocausto nunca ocurrió. El gato por liebre de toda la vida.

Nos hemos acostumbrado de tal modo a vivir con la falsedad que hasta nos hace gracia. Y es que el humor se basa en la mentira. Hay una convención tácita entre el que cuenta el chiste y el que quiere reírse que consiste en dar por buena una situación a todas luces absurda.

Hasta algo tan real como es la comida ha entrado en esta espiral de la apariencia. Ahí están los nombres de los platos más vanguardistas: Falsos lomos de merluza sobre un fondo de caviar igualmente falso con una salsa de vieiras que nunca lo fueron, adornados con un crujiente de mentirijilla. Delicioso. En este caso, la cooperación del comensal se hace tan necesaria como la del lector que se enfrenta a una autobiografía de un personaje famoso o a un libro de Ana Rosa Quintana. Dios bendiga a los crédulos.


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